El asesino de Daphne Maslov
{El asesino de Daphne Maslov Todo jardinero profesa amor a su flor más bella; ¿qué hará cuando sus raíces imploren ser desprendidas? Aquella noche de verano era tan lluviosa como cualquier otra en San Petersburgo. El viento, burlándose de la iglesia, soplaba fuerte, zarandeando sus imponentes ventanales. Esa parecía ser la única resonancia que interrumpía el silencio de aquel santuario. Dicha brisa aparentaba ser el único ser que notaba el cadáver que se posaba frente a docenas de rostros imperturbables. O, por lo menos, así pensó Adonis, cuyos ojos hacían llover gotas saladas, disimuladas por sus manos temblorosas, que limpiaban rápidamente cada lágrima. ¿Era realmente su hermana quien perecía frente a sus ojos en ese ataúd? ¿Cómo es que nadie decía nada al respecto? Adonis se carcomía la cabeza con sus propios pensamientos. La atmósfera se reducía a pasos lentos. Él continuaba mirando a su difunta hermana. Daphne, su cómplice vital, muerta mientras nadie hacía nada. Tenía la impresión de que las miradas fulminantes de todas esas presencias silenciosas se posaban en su nuca. En su cabello blanco. Y en sus piernas que temblaban tal como si fuera víctima de un terremoto. Lo observaban, lo juzgaban sin proferir una sola palabra. “¿Por qué nadie hace nada?” La duda se reproducía sin poder detenerse en los pensamientos de Adonis. Su hermana había muerto, y no fue un accidente, él lo sabía, ellos también. Daphne fue asesinada, fue apuñalada trece veces en el pecho. Trece. Esa daga atravesó su fina capa de piel trece veces. Adonis no maldecía al filo de aquel artefacto, sino a la vulgaridad de la mano que repitió este acto hasta asegurarse de que a Daphne no le quedara rastro de haber estado viva jamás. Lo único que se dignaban a hacer era desplomarse en los asientos incómodos de esa helada iglesia. Ni siquiera sus padres fueron capaces de luchar por la justicia de su difunta hija, cuya gentileza seguía presente en sus delicados labios, en las pestañas largas que cubrían sus ojos sellados. Su vasto cabello lechoso. Era un ángel, masacrado por la oscuridad de un mundo que ella jamás notó, ya que miraba a través de la inocencia de dos ojos azules. Adonis no tenía intención de escuchar ni una sola palabra proveniente del sacerdote que plantaba sus pies detrás del ataúd de su hermana. Después de todo… ¿qué importancia tendría cualquier palabra del vocabulario de un hombre que jamás tuvo la dicha de conocer a Daphne en vida? ¿Qué autoridad significaba su presencia en ese templo? No era nada más que un ladrón, lucrándose del desdichado fin de una mujer llena de luz. El chico se ensimismaba progresivamente más conforme pasaba el tiempo; sentía como si el reloj se mofara de él, alentando todo ese incómodo proceso. Repentinamente, sus pensamientos parecieron encarnarse frente a sus ojos: escuchó una voz dolida alzarse desde los asientos de atrás. —Disculpen… de verdad… ¿esto les parece lo correcto? Naturalmente, Adonis giró su cabeza hacia la dirección de esa vociferación, como todos los demás. Era un joven de cabello teñido, un rosa lavado. Su aspecto era desalineado, pero cargaba consigo una emoción vibrante. —Me parece que la mayoría sabemos que Daphne fue víctima de un homicidio. —El joven parecía vacilar al percatarse de la mirada de todos en él—. Mi punto es que… deberíamos hacer algo más que lamentar su muerte. A Adonis se le notaba un tanto maravillado por las palabras del muchacho. “Yo jamás me hubiera atrevido”, pensaba él. Estuvo de acuerdo, pero todos los presentes se quedaron en silencio, casi ofendidos. —¿Y a usted le parece el momento correcto de revelarse, señor? —alegó una tía lejana de Adonis, con notable molestia. Adonis no dejó de contemplar al joven de cabelleras teñidas, que ahora parecía un poco avergonzado. Notaba cómo el chico deseaba argumentar en contra de la mujer, pero no parecían salirle las palabras, hasta que otra voz se unió: —¿Y cuándo sería el momento adecuado para usted? —protestó una pelirroja con un acento berlinés mientras se levantaba de su asiento—. Si me disculpa, no me parece que exista un momento incorrecto para hacer justicia. Los padres de Adonis, devastados, se miraban entre ellos, susurrándose. Adonis sabía que esto les desagradaba bastante, pero ahora estaba muy ocupado admirando a aquella muchacha, cuyos ojos irradiaban sed de justicia. —Si lo que desean es una conspiración, retírense del velorio de mi hija, salvajes. ¿No ven que estamos en duelo? —vociferó la madre de Adonis. Se le notaba nerviosa, Adonis sabía el porqué. —Esto es una ridiculez. Si todos ustedes la amaban tanto, ¿por qué no se esmeran en atrapar a su asesino? ¿Lo están protegiendo, acaso? —La voz de la pelirroja era cada vez más intensa—. Si alguien aquí tiene algo de decencia… ¡póngase de pie y exija honradez para Daphne Maslov! El joven de cabello rosáceo pareció inspirado por su discurso, se puso de pie, fijando los ojos con admiración en la pelirroja. Todos se quedaron en silencio por unos segundos más. Daba la impresión de que las palabras de la joven eran un tema tabú para todos los presentes, hasta que otro muchacho se puso de pie. Era alto, su cabello era oscuro y se le veía dolido; ni siquiera miró a nadie a los ojos, observaba el piso con amargura. El corazón de Adonis iba cada vez más rápido mientras observaba estos sucesos, hasta que vio a alguien ponerse de pie, casi provocándole una taquicardia. Era un muchacho de cabello naranja, que se ponía de pie con una sonrisa, incluso parecía disfrutar de todo esto. Adonis lo conocía más que bien: era Damián. Jamás se le cruzó por la cabeza que él apoyaría esto. Damián se encontró con los ojos de Adonis. Hubo algo en su mirada penetrante, o quizás en su ligera sonrisa, que provocó que Adonis se pusiera de pie sin pensarlo ni un segundo. Esto dejó boquiabiertos a sus padres, que lo escanearon con desdén como si, de un momento a otro, se hubiera transformado en una criatura diabólica. Él no sabía lo que hacía realmente, sus rodillas temblaban como dos gelatinas.}